“Las familias
deberían ser como los artículos de supermercados, poder devolverlos cuando
salen defectuosos”
Todo empezó con una llamada inesperada en mitad de
la noche…
Sevilla, Triana, tres de la madrugada.
Carmela dormía plácidamente boca arriba y
espatarrada ocupando toda la cama. En mitad de la noche, el teléfono móvil sonó
sin descanso hasta despertar a la sevillana.
Con los ojos pegados por las lagañas y muerta de
sueño descolgó.
―Dígame…
―Carmela
hija, soy Paca―al no escuchar a su sobrina contestar gritó―¡Carmela!
―Sí…si,
dígame…―pegó
un vote en la cama por el chillido―¿quién es?
―¡Ojú!
la madre que te parió, soy tu tía Paca, hija de mi vida. Es de día.
―Tía,
haber si te entra en la mollera que tenemos diferencia horaria, aquí en España
son las tres de la madrugada―Carmela se espabiló con un humor de perros.
―Perdona
hija, nunca me acuerdo que Nueva Orleans está muy lejos.
―¿Lejos?,
nos separa un océano. Y ahora dime, para que me has llamado―resopló,
quería volver a dormir.
―Hija,
la tía Rosario a…
Carmela se despertó de golpe, agarró bien fuerte el
teléfono y se sentó en la cama. El labio le temblaba, no estaba preparada para
escuchar esa palabra, la cual nos rompía el corazón varias veces en la vida.
―¿Qué
le pasa a la tía Rosario?―tenía
el corazón en un puño.
―A
muerto hija, de un infarto.
―Pero,
pero… si estaba bien hace una semana cuando hablé con ella. No puede ser, tú me
éstas tomando el pelo. Es eso Paca, la tía…―tenía los ojos bañados en lágrimas y una risa nerviosa
apareció.
―Lo
siento hija, ¿vendrás al funeral?
―Sí,
iré. No la enterréis sin mí.
―Tranquila,
no lo haremos. Te esperamos mi niña.
Carmela colgó sin creer que su tía, la cual había
sido una madre para ella, al igual que sus otras dos tías Paca y Manuela,
estaba muerta.
Lloró en silencio con el corazón roto y culpable.
Hacía dos años que sus tres tías solteras se habían marchado a Nueva Orleans. La
mayor de ellas, Rosario, se había casado con un millonario, el tío Alfred.
Abatida, los recuerdos de tiempos pasados se
agolparon en su cabeza, le vino a la memoria el día que sus padres murieron en
un accidente de tráfico junto a su otra Candela y hermana de éstas, al igual
que su madre. Rosario acogió a Carmela, a su hermana mayor Úrsula y a su prima
hermana Pandora como si fueran sus hijas. Durante años estuvieron muy unidas y
la vida les sonrió con mucho amor y salud. Cuando crecieron, se distanciaron.
Úrsula conoció a Sergio Suárez y se fue a vivir con él a Manhattan. Pandora se
fue a trabajar a Alemania y allí se quedó tras conocer a Derek, un cantante de
punk. Sus tres tías, se fueron a vivir a Nueva Orleans. Eran trillizas, no
concebían una vida sin estar juntas. Al final, Carmela fue la única que se
quedó en Triana, sola, a cargo de la escuela familiar de Flamenco.
Ese distanciamiento hizo que la familia se
dividiera y poco a poco fueran perdiendo el contacto, se llamaban en los
cumpleaños o en las navidades, poco más. Carmela era la más sentimental de
todas y harta del egoísmo de su familia, puso tierra de por medio y dejó de
llamarlas e interesarse por su bienestar.
De pronto, la puerta de casa sonó. Carmela se
extrañó por las horas que eran pero cuando escuchó esa voz inconfundible supo
quién era, Cipriana, la chismosa del edificio y amiga íntima de la familia.
Abrió la puerta.
―Niña,
¿estás bien? mi arma―la vecina había bajado en bata, zapatillas y con los rulos puestos.
―Es
muy tarde Cipri, ¿tú nunca duermes?―Carmela alucinaba con su oído perruno.
―He
sentido en el silencio de la noche tu teléfono, ¿quién era?, por tu carita no
es nada bueno.
Cipriana era como un grano en el culo pero buena
gente, la consideraba parte de su familia. Había estado estos años cuidando de
ellas cuando sus tías no podían. Era una mujer ordinario pero con un gran
corazón.
―Rosario
ha muerto―soltó sin delicadeza.
―¡Ay
señor!, mi Rosario, pobrecita―se llevó una mano al pecho conmocionada por la
noticia tan triste.
Carmela tuvo que dejarla entrar y prepararle una
tila. Estuvo consolando a Cipriana, cuando era ella quien necesitaba ánimos.
Aprovechó el desvelo y compró un billete de avión para Nueva Orleans, salía a
las ocho de la mañana. Cipri la ayudó a preparar la maleta y le dio una
estampita del Nazareno de Sevilla para que lo metieran dentro del ataúd de la
difunta.
Todo estaba listo para viajar a Nueva Orleans. Al
ser agosto, la academia de Flamenco estaba cerrada, así que no tuvo que dejar a
nadie al cargo, volvería en un par de semanas a Sevilla como muy tarde.
Carmela se encontraba de camino al nuevo mundo,
triste por su tía y emocionada por volver a ver a la familia, sus pensamientos
eran para su difunta tía y su familia. En el fondo, las había echado mucho de
menos. Lo que nunca imaginó la sevillana es que su vida cambiaría de manera
radical en esta aventura.
Sobre la una de la madrugada hora de Nueva Orleans,
tras dos escalas, llegó a tierra. Aterrizó en el aeropuerto internacional Louis
Armstrong. Se dirigió un poco nerviosa a recoger las maletas a la cinta
trasportadora. Solo faltaban unos metros para ver en carne y hueso a su tía
Paca. Tras llamarla desde el aeropuerto de Sevilla con la hora de llegada, su
tía había prometido ir a buscarla.
Su sorpresa fue que no había nadie. La llamó por
teléfono pero no contestaba. Harta, fue a la salida a coger un taxi, su enfado
aumentó cuando se encontró con una huelga de taxistas. Se cabreó aún más,
parecía que el mundo estaba en su contra. No le quedó más remedio que ir a una
empresa de alquiler de coches. Le dieron un Ford Mustang Cabrio del sesenta y
seis. El coche era todo un clásico, emocionada por conducir aquella pieza de
museo, se montó entusiasmada. Puso el GPS del móvil con la dirección que le
había dado su tía Paca y arrancó. Solo esperaba llegar sin ningún percance más.
Salió de la ciudad, el navegador indicaba que tenía
que seguir un sendero de tierra para llegar a casa de sus tías. Sabía que había
un pantano cerca por el olor tan característico a rancio. El camino estaba muy
oscuro, apenas se veía nada, para más inri la niebla no ayudaba. Sintió miedo
al recordar que Nueva Orleans era tierra de fantasmas, vampiros, brujas y
hombres lobos. Se regañó mentalmente por tener miedo de cuentos infantiles que
servían para asustar a niños pequeños. Conducía con precaución, a veinte por
hora. No podía evitar pensar en fantasmas, chupacabras
y demás monstruos terroríficos.
De pronto, vio una sombra quieta en mitad del
camino mirando las luces de su auto. Carmela se asustó y dio un volantazo
estrellándose contra un árbol del sendero. No se había hecho nada, iba
demasiado despacio como para tener un fuerte accidente. Se bajó del coche agarrando
el bolso como si fuera un arma y preparada para enfrentarse al chupacabras, cuando vio con sus propios
ojos al monstruo que la había hecho salir de la carretera se sintió ridícula,
era un conejo de color marrón muy mono. Con los nervios a flor de piel pero más
tranquila, al percatarse de su estupidez y de su imaginación desmesurada,
empezó a reírse como una loca.
Unas luces, detrás de su coche, hicieron que
callara al instante. Oyó el sonido de una radio muy parecida a la de la policía.
Por la niebla no veía quien se acercaba. Su imaginación volvió a la carga con
Jack el destripador. Tenía la respiración agitada, cogió una rama que encontró
en el camino y con pasos lentos se dirigió hasta las luces con la intención de
atacar si se trataba de un asesino en serie.
―Hola…―dijo
temerosa.
De repente, un hombre vestido de uniforme apareció
de entre la niebla delante de ella. Carmela no se lo esperó y le arreó con el
palo en la cabeza con todas sus fuerzas. El agente de policía al llevar casco,
apenas notó el golpe. Le quitó el palo a la sevillana al verla luchar todavía
contra el aire y chillando como una posesa.
―Señorita
tranquilícese, soy policía―sujetó a Carmela por la cintura. Ésta dejó de
forcejear al escuchar la palabra policía.
―¡Dios
mío!, he golpeado a un agente del orden―se llevó las manos a la cara por la vergüenza que
sintió―cuanto
lo siento, pensaba que era un asesino o un violador.
―Tranquila,
no la voy a detener, solo he parado porque he visto el coche empotrado contra
el árbol. ¿Está usted bien?
―Sí,
estoy bien. Yo… ―pensó bien la respuesta y omitió que se había
estrellado por imaginar que la acechaba el chupacabras―soy
forastera y no estoy acostumbrada a esta niebla tan densa.
―Bienvenida
a la zona pantanosa de Nueva Orleans. Soy el agente Bruno y te has estrellado
en mi zona―le dedicó una sonrisa amable y cautivadora. Carmela
se quedó embobada mirando al policía, era un hombre muy atractivo, moreno,
alto, fuerte, con la piel tostada y unos increíbles ojos color miel.
―Lo
siento agente Bruno, no era mi intención―pidió disculpas―me llamo Carmela González. Me dirigía al número
diez de la zona de los sauces llorones.
―¿Es
usted familia de las señoras trillizas?―preguntó curioso. En estos dos años no había visto
familiares que visitasen a las señoras españolas.
―Sí,
por desgracia vengo al funeral de mi tía Rosario.
―¿Su
tía ha muerto?―se quedó pensativo. Él sabía todo lo que sucedía en
su zona de trabajo, no entendía por qué no había sido informado de tal
desgracia―mi más sentido pésame señorita González.
―Gracias,
agente Bruno.
―Vamos
hacer una cosa, la llevo a casa de sus tías para que pueda estar lo antes
posible con su familia en un momento tan doloroso―quería ser
amable, más al ver aquellos ojos como el carbón llenos de tristeza.
―Es
usted muy amable agente, se lo agradezco.
―Vamos―la condujo hasta su moto― por cierto, no se preocupe por el coche yo me
encargo de todo y por favor, Carmela, llámame Bruno.
―Gracias
Bruno, por ser tan buen agente.
―No
me des las gracias, ayudar a la gente es parte de mi trabajo―le
guiñó un ojo. Ese simple gesto hizo que Carmela sintiera la temperatura de su
cuerpo elevarse unas décimas.
Bruno llevó a la sevillana de paquete en la moto a
casa de sus tías. Le gustó la sensación de que una mujer hermosa le aferrara a
su cintura. Llegaron a una enorme verja de forja con dibujos florares muy
bonitos. El agente llamó a un portero automático. Las puertas se abrieron como
por arte de magia. Carmela estaba asombrada contemplando el hogar de sus tías,
nunca imaginó que aquellas tres locas vivieran en una finca con tantos
kilómetros a la redonda. Había un jardín precioso a rebosar de flores, los
sauces llorones decoraban la parcela con sus movimientos envolventes, parecía
que acariciaban el viento. Tras girar en una curva, una majestuosa casa se
levantaba ante ellos, parecía un antiguo templo romano con aquellas columnas
dóricas decorando la entrada principal.
Se bajó de la moto con la boca abierta por el
asombro. Bruno la observaba divertido. Carmela no podía creer nada de todo
aquello, sabía que su tío Alfred era rico pero nunca imaginó que tuviera algo
tan hermoso y sacado de un cuento de hadas. Sus tías siempre habían dicho que
vivían en un chalecito, pero aquello era una mansión en toda regla.
―¿Impresionada?―dijo
el policía divertido.
―Sí,
mis tías omitieron el detallito de que vivían en un palacio―le
entró la risa nerviosa.
―Bueno
Carmela, tengo que seguir mi ronda. Si necesitas cualquier cosa ya sabes dónde
encontrarme.
―¿En
la comisaria?―contestó con ironía.
Bruno puso la moto en marcha y con un gesto de
cabeza dio media vuelta. Carmela no pudo
evitar seguirlo con la mirada hasta que lo vio desaparecer por el camino.
Había llegado la hora de enfrentarse a su familia
después de dos años. Respiró hondo antes de llamar al timbre. Mientras esperaba
a que alguien abriera la puerta, se repitió mil veces que se tranquilizara. Entonces,
escuchó una voz conocida a su espalda.
―¡Carmela!
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