Enrique Casado es un
policía de la vieja escuela de Ciudad de México. Lleva más de treinta años como
inspector en el cuerpo.
En su profesión ha visto de todo o casi.
En su profesión ha visto de todo o casi.
Una llamada de madrugada…
Con una copa de whisky
barato, tumbado en la cama y una puta bajo las sábanas haciéndole una mamada,
el sonido del teléfono lo interrumpió. Le hizo una señal a la mujer para que
siguiera chupando pues cobraba por horas. Enrique descolgó, era de comisaria,
habían encontrado a una joven degollada en un callejón.
Le dejó cincuenta dólares
encima de la cama y abandonó el puticlub para ir a la escena del crimen. Llegó
con su típica gabardina y su inseparable sombrero de gánster. Dio largas
caladas a su cigarrillo y repasó la escena del crimen con la mirada. Su sexto
sentido de viejo sabueso le sirvió para encontrar pistas donde los demás no las
veían.
Halló una cajetilla de
cerillas típicas de un Club Nocturno, había escrito un nombre “Pasión Turca”.
En el pasado había oído hablar de aquel lugar clandestino, era un Club selecto
para gente con dinero en los bolsillos. Decidió acudir solo aquel lugar e
investigar. Era un club de gatas de oro, en otras palabras, un nicho de
perversión con clase.
Se sentó en un reservado
privado a la espera de su puta. Mientras, esnifó dos rayas de cocaína extraída
de las pruebas policiales de las redadas. Enrique echó la cabeza hacia atrás y
vio una diosa de cabello dorado y curvas peligrosas. Entró bailando sin perder
el contacto visual con su cliente. Se acercó al poli y a horcajadas se movió
como el infierno.
Era muy placentero y su
movimiento de caderas hipnotizaba hasta la serpiente de su entrepierna,
asomando duro por la cinturilla del pantalón. En un momento dado, agarró a la
puta del cuello y sin esfuerzo alguno la empotró contra la pared.
―
Dime dama del placer, ¿conocías a esta mujer? ―
sacó del bolsillo del pantalón una imagen de la víctima. La puta la reconoció
era Amaya Cortés una reina muy cara del placer.
―
Lo último que sé, es que se fue a casa del Marqués.
Enrique apuntó en su
memoria aquel nombre, todos lo conocían como el Marqués, nadie sabía su
verdadera identidad. Aquella hermosura le dijo que los sábados por la noche se
dejaba caer por “Pasión Turca”.
Conforme, con la
información, le regaló algo a la puta que muy pocos sabían. Era todo un
seductor en las artes sexuales. Le robó un beso de tornillo para dilatar su
entrada y como un huracán, se metió dentro de su sexo arrancándole más de un
gemido.
Colocó sus brazos por
encima de su cabeza y la embistió con fuerza, una y otra vez, al ritmo de la
música hasta hacerla temblar. Satisfecho, encendió un pitillo y se largó de
aquel club. Esperaría paciente al sábado por la noche.
El día llegó con sorpresa,
la puta se había ido de la lengua al Marqués avisándole de que un tipo con
pintas de poli lo buscaba. Enrique ajeno aquel tejemaneje, se encontró con una
nota que la misma puta de la otra vez le entregó. Decía “A media noche le
espero para el interrogatorio”, había apuntada una dirección.
Llegó a las afueras de la
ciudad, a una finca enorme. Cauteloso, se adentró por el camino de cipreses que
desembocaban en un magnífico palacete de mediados del siglo XVI.
Justo en la entrada rezaba
un cartel “No perdáis de vista que la
felicidad del hombre yace en su imaginación, y que no podrá conseguirla si no
satisface sus caprichos” la puerta se abrió, un hombre mayor y canoso lo
recibió. Lo condujo hasta una gran sala de estilo rococó y con unos techos
pintados con motivos religiosos.
―
Bienvenido al reino del placer, donde el bien y el mal se pasan las horas
echando un pulso.
El policía se giró pasible,
sin mostrar emoción en su rostro.
― A
eso se le llama tener consciencia, señor.
―
La mía bien tranquila está, ¿en qué puedo ayudarle agente? ―
fue directo al mueble bar y llenó una copa del mejor Whisky. Se la ofreció.
Enrique rechazó la oferta, no quería probar nada de un tipo que no se fía ni un
pelo.
Era evidente que desafiaba
las leyes de la moral y las religiosas disfrutando del placer y el sado. Tal
vez, se creyera ser el Marqués de Sade.
―
Una joven murió al filo de la navaja, todo apunta que usted fue el último en
estar con ella.
―
Amaya Cortés, una prostituta con un caché muy alto. Fue un accidente, no le
gustaban mis prácticas sexuales. Fue su culpa, lo juro, se movió sin permiso y
se rebanó el cuello sola. ¿Le gustaría verlo?
Enrique se sorprendió de
su confesión, no vio ni un ápice de remordimientos. Miró al tipo con cautela y
lo siguió hasta una habitación. El Marqués encendió la televisión y pudo ver la
escena grabada de Amaya. En ella tenía a la mujer atada en una cruz de San
Andrés con una navaja a unos centímetros del cuello. Era evidente que había
entrado en pánico, en un estado de ansiedad. Observó como Amaya movía el cuello
de un lado a otro hasta rebanarse el cuello. Enrique enfureció, aquello no
tenía nada que ver con la filosofía del Marqués de Sade, si no con el placer de
una asesino sin escrúpulos. Se miraron enfrentándose.
―
No está en poder cambiar como soy. Y si lo estuviera no lo haría. ―
el asesino citó una de las frases célebres del Marqués de Sade.
Enrique escupió en el suelo
repudiando al falso Marqués. Contestó.
―
El sexo es tan importante como comer o beber, y debemos satisfacer este apetito
con tan pocas restricciones y falso decoro como los otros.―
citó al Marqués y añadió ― sin tener que llegar a
matar.
Enrique se acercó al
asesino, se retaron con el fuego de sus miradas. El Marqués sonrió déspota.
―
Nunca iré a la cárcel, el dinero mueve montañas y Amaya era al fin y al cabo
una puta ― escupió cada palabra que hizo que
enrique tomara una decisión.
―
No estés tan seguro cuando tu condena será el infierno.
Le pegó una fuerte patada
en sus partes, el Marqués cayó de rodillas sin respiración. Enrique lo agarró
del pelo y lo arrastró por la sala hasta la Cruz de San Andrés. Lo ató sin
esfuerzo, puesto que se había quedado sin fuerzas tras la patada. Desnudo,
amarró bien las correas.
―
¡Hijo de puta!, te arrepentirás de esto.
―
Como seguidor de la filosofía del Marqués de Sade, no está en mi naturaleza
arrepentirme, siempre que disfrute del placer.
Enrique se bajó los pantalones,
cogió su pene y le orinó en sus partes para lubricarlas. Se tocó para poner
duro su miembro, iba a darle la misma humillación que le había dado a la pobre
Amaya.
El Marqués negó con la
cabeza adivinando sus intenciones. El poli agarró la polla del asesino y tiró
hacia arriba para levantar su trasero. Vio su ano y metió dos dedos y
dilatarlo. Sin miramientos, metió la punta de su glande, fue empujando sin
compasión. La estrechez de un virgen era sublime.
Observó como el cabrón
disfrutaba, cerró los ojos y abrió la boca presa del placer. Embistió
follándose su culo. El pene del Marqués fue creciendo de tamaño, se excitó como
el infierno. El roce de su capullo contra el torso del poli hizo que estallara
y se vaciara en el pecho de Enrique. Este empujó un poco más y llenó su trasero
de semen caliente.
―
Al final, me caerá bien, me ha regalado placer por la muerte de Amaya. Le
excita la muerte, entonces no es tan distinto a mí.
―
Tal vez sea un puto psicópata en la piel de un policía ―
sacó el miembro de su culo, el semen chorreó por sus muslos ―
tal vez sea la religión del libre disfrute ― lo
miró con su mirada más sádica ― tal vez te haya
enseñado como follar mezclando el sadismo con el erotismo y tal vez… sea el
reclamo de tu consciencia dormida y haya venido a condenarte.
Enrique desató uno de sus
brazos, sacó una navaja, la colocó en la mano del Marqués, lo cogió del puño,
apretando para que no saltara el arma y acercó el filo de la navaja a su
cuello. Se resistía con todas sus fuerzas pero tenía las de perder estando
atado y limitado.
Le rebanó el cuello
disfrutando de la venganza. Amaya no se merecía morir por puta. Disfrutar del
libre placer no te hace ser escoria en la sociedad. Como dijo el Marqués de
Sade “El cuerpo es el templo donde la
naturaleza pide ser venerada” y “La posesión de una mujer es tan injusta como
la posesión de esclavos”.
Enrique salió de la
habitación con el miembro fuera del pantalón. El mayordomo esperaba fuera con
una bandeja de toallitas húmedas, costumbre que el Marqués asesino tenía
después de una sesión de sexo. Éste cogió una y se limpió el pene.
―
Gracias ―
soltó la toallita sucia en la bandeja ―
por cierto, llame a la funeraria, su señor se ha excitado tanto que se ha
rebanado el cuello.
Comentarios
Publicar un comentario